Que quede entre nosotros, pero yo tenía bastantes dudas con respecto a la boda, no al hecho de casarse en sí, sino con respecto a la ceremonia. No me gustan las fiestas multitudinarias, no me gustan los barullos… y no me gusta ser el centro de atención: así que comprenderéis que lo de un bodorrio no me iba a mucho ya que el novio es uno de los centros de atención de un barullo multitudinario.
Pero cuando alguien se casa, lo hace con otra persona y hay que tener en cuenta sus gustos y prioridades. En mi caso, a mi futura mujer sí le gustaban (y le gustan) los barullos. El caso es que, en este caso, a mí me tocaba ceder por amor. Como ella ha cedido en otras cosas que me sí me gustan. Así que nos pusimos manos a la obra empezando por el traje. ¡Yo vestido de traje! ¡Qué ridiculez! Pero así son las cosas. Si hasta fui a buscar unos Gemelos Antora vigo. Me dije que, puestos a aceptar el juego de un bodorrio, hacerlo por todo lo alto. Al fin y al cabo, hemos venido a este mundo a pasarlo bien, que el sufrimiento ya llega solo.
Al principio no fue fácil porque no es que el traje clásico haya sido diseñado tomando mi cuerpo como patrón. Se que el sastre se las vio y se las deseó para tratar de adaptar un traje a mi figura. Pero, para eso están los sastres, ¿no?, para convertir en elegante hasta la piltrafa humana más decadente. Y es que yo vengo de la generación ‘grunge’ y siempre me ha gustado ir un poco dejado con respecto a la moda. Pero supongo que no podía casarme en pantalones de pana y camiseta negra medio rota.
No, aquel día debía dar un cambio de look radical y aparecer ante los invitados como un hombre hecho y derecho, un señor respetable y respetado que estaba a punto de iniciar el proceso de formar una familia y que, quién sabe, pronto tal vez debería ejercer de padre. Así con mi traje a medida y mis Gemelos Antorá Vigo me presenté aquel día en la iglesia. Y todo salió ideal aquel día inolvidable, aunque la corbata acabara puesta en mi cabeza, como Rambo…