El bautismo de fuego en Lavacolla

Recuerdo aquel día como si fuera ayer. La primera vez que me enfrenté al reto de aparcar en el aeropuerto de Lavacolla, en Santiago, fue un capítulo aparte en mi historial de conductora. Había volado mil veces, pero siempre había ido en taxi o me habían dejado. Esta vez, era diferente. Tenía que recoger a mi hermano, que llegaba de un viaje largo, y por alguna razón, me había empeñado en ir en mi propio coche. Una decisión que, en retrospectiva, me dio más dolores de cabeza de los esperados.

La mañana empezó con esa mezcla de emoción y nerviosismo que precede a cualquier aventura logística. Había mirado el mapa del aeropuerto mil veces, las indicaciones de las zonas de aparcamiento, los precios… pero una cosa es la teoría y otra muy distinta la práctica. Con el GPS indicando «Llegó a su destino» y una hilera interminable de coches delante de mí, mi corazón empezó a latir un poco más rápido.

Lo primero que me abrumó fue la cantidad de señales. Parking P1, P2, Larga Estancia, Express… ¡un laberinto de opciones! Intenté seguir las indicaciones que creía más lógicas para una estancia corta, pero cada giro parecía llevarme a una calle diferente, con coches entrando y saliendo a una velocidad que me hacía sentir como si estuviera en una carrera de obstáculos. La presión de no entorpecer el tráfico, de encontrar un hueco, de no equivocarme de zona… era palpable.

Finalmente, tras varias vueltas que me parecieron una eternidad, vi el cartel del parking exprés. «¡Eureka!», pensé. Era mi salvación para la recogida rápida. La barrera se abrió y entré, sintiendo un leve alivio. Pero la odisea no había terminado. Ahora tocaba encontrar un espacio libre. Y en un aeropuerto concurrido, eso es como buscar una aguja en un pajar en hora punta. Daba vueltas y vueltas por los pasillos, viendo cómo otros conductores parecían tener una habilidad innata para detectar los huecos libres al instante, mientras yo solo veía coches ocupados.

Cuando por fin divisé un espacio, tuve que hacer una maniobra que rozó lo épico. Un aparcamiento en batería, con un coche enorme a cada lado. Sudé la gota gorda, retrocediendo y avanzando varias veces, mientras el retrovisor me mostraba la impaciente mirada de un taxista detrás de mí. Cuando el coche quedó, más o menos, alineado, solté un suspiro de alivio tan profundo que casi me mareo.

Salir del coche y caminar hacia la terminal fue como pisar tierra firme después de una tormenta. Mi hermano llegó unos minutos después, ajeno a la odisea que yo había vivido. Le conté mi peripecia mientras salíamos, y solo se rio. Desde entonces, cada vez que voy al aparcamiento Lavacolla, aunque ya lo hago con más soltura, siempre me acuerdo de aquella primera vez. Fue mi bautismo de fuego en el arte de aparcar en aeropuertos, y la verdad, salí victoriosa.