Entre los locales que pasan inadvertidos en el bullicioso corazón de Ferrol, pocos pueden presumir del magnetismo que despierta una pizzería Ferrol cuando el aroma travieso del horno de leña comienza a reptar por las esquinas, arrastrando tras de sí a los más escépticos y dejando fuera de combate a quienes presumen de gourmet. Decía un amigo italiano, entre risas y tragos, que el secreto de una buena pizza es simple: harina, agua, y no tener prisa. Pero ningún sabio de la masa advierte sobre la otra variable decisiva: el factor sorpresa, ese que nos hace toparnos con la perfección quesera justo en el lugar menos instagrameable de la ciudad.
Hay algo casi mágico en descubrir una masa impecablemente aireada en una pizzería que comparte fachada con una lavandería. Quienes han recorrido los templos de la pizza alrededor del mundo saben que la excelencia rara vez se anuncia con neones. En el caso de Ferrol, las verdaderas joyas no suelen estar en los mapas turísticos, ni se dejan atrapar por los rankings de moda que parecieran valorar más un mural bonito que la textura de la corteza. El instinto –y el olfato, por supuesto– se convierte en la brújula infalible para el forastero hambriento de novedades, y es entonces cuando uno aprende que hay lugares donde la pizza es religión… y otros donde es puro misticismo anónimo.
No es extraño ver a parroquianos con acento gallego discutir, con la pasión reservada a las causas verdaderamente importantes, sobre cuál es el punto exacto de humedad que debe tener la mozzarella. Detrás de la barra, el “pizzaiolo” —mitad filósofo, mitad químico— desvanece cualquier duda a base de gestos sencillos: una pizca de sal, un puñado de tomates pelados con mano torpe pero firme, y una honestidad aromática que deja en evidencia a muchos chefs de postal. Por supuesto, una buena pizzería Ferrol no tiene que hacer aspavientos de autenticidad. El menú suele incluir cinco o seis variedades, la carta de vinos apenas insinúa opciones y, en ocasiones, la bebida estrella todavía es una caña fría servida sin complejos.
A la hora del servicio, el ambiente se transforma en una coreografía entrañable: el pizzero lanza la masa al aire, las risas brotan entre los clientes mientras una pequeña brigada de niños mira, fascinada, el espectáculo culinario detrás del mostrador. El propio local, lejos de parecer el “place to be” de cualquier influencer, huele a casa ajena y lo más probable es que la decoración incluya tazas desparejadas y algún cuadro torcido con motivos de la costa gallega. Aquí, la pizza es un asunto serio pero sin solemnidad, servida casi con cierto desparpajo, como si quisiera recordarte que la felicidad viene en triángulos y siempre está mejor si se comparte con las manos.
En estos templos humildes hay algo que se pierde en las cadenas globales y las propuestas demasiado sofisticadas: la conexión —casi visceral— entre quien amasa y quien muerde el primer bocado. La pizza, aquí, es un acto de fe en el presente, un manifiesto contra la prisa y una declaración de amor a los pequeños placeres. Cada cliente es un personaje secundario en la sempiterna historia de la masa perfecta; hay quien pide extra de champiñones sospechando que será lo último que cenará en la semana, y quien improvisa un monólogo perfectamente argumentado sobre si el borde —ese “cornicione” ligeramente tostado— debería considerarse o no patrimonio cultural inmaterial.
Quizá el mayor encanto de una pizzería Ferrol radique en que detrás del telón de lo cotidiano se esconde la posibilidad de la sorpresa. No hace falta recorrer la península ni buscar nombres con pedigrí para revivir esa sensación de infancia desbordada de salsa de tomate y mozzarella derretida. Basta abrir bien los ojos, dejarse guiar por el rumor de la gente del barrio y atrevernos, por una noche, a sentarnos en una pequeña mesa de patas cojas mientras la vida fluye en torno al horno. Uno acaba descubriendo que la perfección nunca destella, más bien susurra; y que el verdadero secreto de la pizza no está en la receta, sino en el lugar y la compañía, en ese pedazo de masa fermentada que logra tornar lo cotidiano en excepcional.